Recuerdo bien que el día que partí a estudiar mi carrera, mi padre me llevó a la estación de ferrocarriles. Era una noche de verano. Vestía un short, camiseta sin mangas y unos tenis —no voy a entrar en los detalles del color porque, recordándolo, aquel era un atuendo terrible—. No encontramos boletos en ventanilla, cosa que era muy normal (el servicio ferroviario en México siempre ha sido una bazofia, desde que tengo uso de memoria).
Total: me decidí a abordar el tren aquella noche. Fue una despedida sin drama, sin lágrimas; las advertencias de cuidado y buenos deseos de una despedida normal (me fui como un idealista, pensando que quería ser abogado). Regresaría un poco más adelante, sí, pero serían viajes cada vez más esporádicos, no más de una semana o dos, cuando mucho. No sabía, en ese momento, que habría de ser así. Y mi papá tampoco.
Una vez que el tren estuvo en marcha, negocié con el porter mi pasaje a Mazatlán. Partí en medio de dos vagones y allí permanecí la mayor parte del viaje, sentado sobre mi maleta, aventurándome en lo desconocido.
Que bello pensar que nos dan alas para volar, remontar sueños, regresar a casa y cumplir ahora como padres.
un abrazo lleno de mi sabor a mar…
mi Padre también se llama Alberto y el vive en mi corazón….