La casa en la que viví desde que nací hasta los dieciocho años estaba frente al mar. La hermosa vista era parte de lo cotidiano y la di siempre por un hecho.
Tenía una semana de haber cumplido la mayoría de edad cuando me fui del país. Allá donde estuve la costa no quedaba ni remotamente cerca. Ahí habría de conocer la nieve y la experiencia del frío extremo. -22°C fue la temperatura mínima que me tocó soportar.
Después volví para, sin un plan definido, irme a vivir a 1,566 metros sobre el nivel del mar. Un día, mientras fotografiaba las gotas de lluvia escurriendo por la ventana de aquel departamento en un cuarto piso, comencé a pensar que con aquel fenómeno de condensación, el mar, a través de un intrincado viaje, se las estaba ingeniando para tocarme a la ventana.
Unos meses después de aquella ilusoria idea, las circunstancias me permitieron volver a la costa. Soñaba con tener una vista como la de aquella casa de mi infancia, pero no fue exactamente así. Lo más cercano que he estado hasta ahora ha sido a dos cuadras.
En realidad, no me obsesiona la idea de la distancia tanto como recuperar el paisaje, un fragmento de la costa, visto desde mi ventana.
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