Don Julián es muy buen plomero. En estos días de pascua está haciendo algunas reparaciones aquí en el departamento. Hoy, mientras esperaba que lo llevaran a comprar algunas herramientas, me contó por qué jamás regresó a su tierra natal. Fue en sus años mozos cuando la vio por primera vez. «En esos tiempos yo no tenía canas», me dijo mientras nos narraba cómo la conoció aquí en el puerto, cuando ella vacacionaba. Después, fue a Jalisco y se la llevó, sin el consentimiento de los padres, para casarse con ella. «Me gustó, y a lo que vine, vine, y me la llevé pa’ Durango».
Llegando a la sierra fue detenido por el ejército y lo golpearon sin darle oportunidad de averiguar de qué se trataba aquello. Al llevarlo al pueblo las cosas se aclararon y la milicia lo dejó en libertad, al percatarse, por los testimonios de los lugareños, que todo había sido una confusión y que él no era el que sembraba amapola. «¿Y la chinga quién me la quita ahora?» cuestionaba Don Julián a los soldados, quienes sin muchas ganas le ofrecieron sus disculpas. Uno de ellos, incluso, aprovechó la ocasión para burlarse y decirle que esa luna de miel sería inolvidable. Con las costillas lastimadas y el cuerpo amoratado, Don Julián tomó a su mujer y, en ese mismo instante, emprendió su camino de regreso a la costa sinaloense.
«A nadie de mi familia vi y nunca más volví. Al amigo aquel, el que me metió en la bronca, lo mataron 15 días después».
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