Resulta ridículo ver a un hombre abrazar un muro mientras apoya su rostro sobre la fría superficie y murmura algo. El pobre imbécil ahí se queda un rato a solas, recargado sobre aquella pared lisa y blanca que divide una zona del lugar que habita. El muro no le responde. Nadie responde. El universo no le responde, la magia, la ficción, las musas, la fe que mueve montañas, nada, nada responde. Pero aun así siente la necesidad de abrazar el muro y repetir aquello que parece ser el nombre de una mujer, como si estuviera bajo el influjo de alguna extraña ilusión. Pobre tipo. No está tomado, está en sus cinco (pero es como si hubiera perdido la cordura). Y lo más curioso: ahí permanece un buen rato, ya sin decir nada, imperturbable, silencioso, suspirando en ocasiones, abriendo, luego cerrando los ojos por largos ratos.
El espectro de Martín
En noviembre pasado, un conocido publicó un video tributo para Martín. De acuerdo al texto, el...
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